La edad contemporánea. De lengua de la monarquía al idioma oficial (Siglo XIX)

Galicia fue el primer escenario de las revueltas antinapoleónicas

Los ánimos homogeneizadores del Imperio Español no tuvieron, en el fondo, tanto éxito como las políticas impulsadas por el Estado Moderno. En este período se consolidan los cimientos del Estado-nación, que lleva parejo el desarrollo de una cultura oficial y, como consecuencia, una lengua única. El prestigio del castellano traspasa los límites del funcionariado para convertirse, poco a poco, en la lengua de las clases acomodadas, de la cultura y de la enseñanza.
Sumario
  1. Las lenguas del Imperio
  2. La homogeneización del Estado emergente
  3. La lengua de la nación
  4. El latín deja paso al castellano como lengua del saber y de la cultura
  5. El castellano, lengua de la enseñanza

1. Las lenguas del Imperio

Aunque no faltaron pretensiones de unificar lingüísticamente las Españas, antes del siglo XIX estas pasaron en general por extravagantes o quiméricas. El Estado de los Austrias en los siglos XVI y XVII y el de los Borbones en el siglo XVIII era un enorme imperio, no sólo poseedor de vastísimas posesiones coloniales en América y en el Pacífico, sino también detentador de heterogéneos y dispersos dominios en Europa (en Italia, en los Países Bajos, etc.). En la Península, donde residía la cabeza de tal imperio, existía tal diversidad de instituciones tradicionales en los varios territorios que frenaba cualquier ímpetu uniformador. Además, la influencia de la Iglesia católica era poderosísima, en el terreno de la educación y de las letras no menor que en otros, y el Estado carecía de un aparato desarrollado suficientemente, no sólo, pero también en la enseñanza. Los hispanos, como el resto de los europeos, definían sus identidades antes por la religión y la obediencia a la monarquía que por la lengua o por la cultura laica. Naturalmente, el idioma de la corte real había ganado prestigio y la literatura en castellano había conocido un fulgurante esplendor. Pero las diferencias lingüísticas servían para hacer más visibles y reforzar las diferencias de clase y, entonces, cada individuo sentía la pertenencia al estamento social en el que había nacido de una manera absolutamente vinculante. La movilidad social era mínima, hecho que marcaba un limitadísimo horizonte de expectativas para los individuos.

2. La homogeneización del Estado emergente

La situación cambió de manera gradual pero rotunda en los tiempos contemporáneos. Incluso sin renunciar a las ambiciones imperialistas, los estados se hicieron nacionales, procuraron crear un espacio económico unificado y regulado, eliminar fronteras interiores comunicando con fluidez las diversas regiones mediante vías y medios rápidos, y trazar unas fronteras exteriores bien definidas, protegerlas con un ejército permanente nutrido de tropas autóctonas, dotarse de poderosos aparatos administrativo-burocráticos, liberarse de la tutela eclesiástica y, en fin, levantar sistemas educativos que situasen bajo su control sectores cada vez más amplios de la población. Las fuentes de la legitimación política también cambiaron de forma drástica, y con ellas los referentes identitarios: ya no la fe en Dios, la obediencia ciega al rey y el apego rutinario a las costumbres ancestrales, sino la lealtad a la nación, la fidelidad al Estado y la observancia de la constitución y las leyes. En las condiciones contemporáneas, el proyecto de la homogeneización lingüístico-cultural de las poblaciones que viven bajo la bandera de un mismo Estado centralizado ya no sólo no es un sueño imposible, sino que constituye una posibilidad real, e incluso, en muchos lugares, se llegó a sentir como una necesidad perentoria. Tal homogeneización debía hacerse a favor de la lengua y de la cultura de la nación, es decir, del Estado. Sólo esto garantizaría la vigencia universal de la ley única y la igualdad formal de todos los ciudadanos ante esta. Para conseguirlo, el Estado y la sociedad trabajan en conjunto: aquel, imponiendo una sola lengua en su aparato, cada vez más extenso y más próximo al ciudadano; y ésta, promoviendo la misma lengua en el espacio público (medios de comunicación de masas, instituciones cívicas, ámbito recreativo, etc.), un espacio público en permanente ampliación. Finalmente, la pieza clave es la generalización de la instrucción obligatoria, que abarca cada vez más población escolarizable por más tiempo, hasta convertirse en universal y de larga duración.

3. La lengua de la nación

En esquema, la cadena de ideas que subyace al nacionalismo de raíz “liberal” (empleado este término lato sensu) contemporáneo va del Estado a la nación y de la nación a la lengua. Donde existe un Estado, se ha de forjar una nación, y esta nación tendrá una cultura propia y exclusiva, expresada en una única lengua. Es obvio que esto no suele expresarse en los términos que acabamos de utilizar. Más bien suele sostenerse que la cultura nacional (a veces se habla de espíritu nacional) es previa a la nación, y que ésta, por su parte, precede al Estado, e incluso que la nación proviene de tiempos inmemoriales y que aquel sólo viene a materializar un destino histórico predeterminado. También es verdad que un proyecto tal no nació de repente y de cuerpo entero, sino que se fue fraguando con el paso del tiempo, con muchas variantes y al hilo de los acontecimientos. Fuese como fuese, en estados como el español, donde pervivían, incluso con vigor, varias comunidades étnicas de base territorial, con sus propias culturas vernáculas, los nacionalistas “del Estado” tuvieron que enfrentarse con el problema de la integración de aquellas en el correspondiente proyecto de estado-nacional. A menudo, tal integración pasaba por el total avasallamiento de las lenguas y culturas subalternas; más raramente, se buscaron vías de acomodo que no supusiesen la pura aniquilación de éstas (previa “museización” en el caso de los países más civilizados).

4. El latín deja paso al castellano como lengua del saber y de la cultura

Se produce la promoción de los idiomas de Estado a lenguas plenamente cultas, con el arrinconamiento del latín, expulsado de las universidades y convertido cada vez más en una reliquia reservada a los seminarios y a los ritos eclesiásticos (donde perduró hasta el Concilio Vaticano II, como quien dice anteayer). Del mismo modo que nadie podía imaginar lengua más adecuada que el latín para aprender teología, filosofía o los derechos (o incluso farmacia o geometría), que eran los saberes principales que transmitían las universidades hasta el siglo XIX; tampoco había manera de explicar en latín los saberes emergentes, como la economía política, las ingenierías o las nuevas física y química no aristotélicas, que se estaban haciendo un hueco en las universidades. Se consideraba evidente que con el “latín indigesto del aula” no se podían formar “buenos ciudadanos”, sino que éstos tenían que educarse en la “majestuosa lengua castellana”.

5. El castellano, lengua de la enseñanza

Hacia la mitad de siglo, la batalla de la universidad estaba ganada por el castellano, y por esas fechas se crean también los institutos de enseñanza media, mientras que se ingenian los primeros programas serios (incluso legislativos) para escolarizar por lo menos durante tres años al conjunto de la población infantil, un proyecto que chocó tanto con la falta de medios por parte de las administraciones públicas (no sólo financieros, sino también humanos: no había maestros preparados) como con la arraigada práctica del trabajo infantil. Los hijos de labradores y marineros tenían que colaborar con las tareas de sus progenitores, y los de los obreros urbanos trabajaban igual de duro (o más) que sus padres. Los brazos no podían descansar a diario en las escuelas. ¿Para qué les servía aprender a leer y a escribir?