Audio. Voz. Entrevista

José Rubia Barcia: Unha vida contada 01

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José Manuel González Herrán.- Entre 1931 y 1936 estudias en Granada y tu vocación inicial es la de arabista o latinista: ¿cuál es tu vocación, lo que te mueve a estudiar Filosofía y Letras y cómo esa vocación se va condicionando en esos años?

José Rubia Barcia.- Parte esto de una premisa, premisa que determina en gran parte mi futuro. Cuando yo termino mi bachillerato, aquí en Ferrol, el director del Instituto era un señor que se llamaba Vicente Losada, hombre de gran sensibilidad; este hombre me abrió los ojos a cosas que yo no tenía ni idea de que existían siquiera; es decir, me abre puertas al pensamiento y me hace leer, ya a los quince años me hace leer a Balmes, por ejemplo, en la filosofía, y me pone en contacto con gente que se plantea problemas relacionados con aspectos fundamentales de la vida. Yo sigo estudiando el bachillerato y lo hago en cuatro años. Por las razones que sean el Claustro de la Universidad [sic, por ‘del Instituto’] me llama un día y me dice que la República había pasado una ley reconociendo en algunos estudiantes cualidades que, según sus maestros, podían ser relevantes; a esos estudiantes se les llamaba alumnos superdotados. Y si el Claustro del Instituto consideraba que encontraba entre los alumnos alguien que podría ser considerado superdotado, podía proponerlo al Ministerio de Instrucción Pública. Entonces el Ministerio de Instrucción Pública decidía si otorgarles una beca permanente para estudiar en la universidad que les diera la gana, sin gasto ninguno de matrículas ni de libros, y siguiendo su vocación, hasta ver dónde iban a parar. El Claustro del Instituto de Ferrol decidió, por las razones que ellos creyeron convenientes, elegirme como estudiante superdotado. Y un día me llama don Vicente Losada y me dice: «Mira el Claustro ha hecho esto, y esto, y ha decidido proponerte; y resulta que el Ministerio de Instrucción Pública ha aceptado nuestra propuesta y puedes elegir ir a estudiar a donde te dé la gana». Yo había hecho los tres primeros años del bachillerato de manera continua y normal, pero cuando llegué al tercer año, mi padre me dice: «Hijo mío ya tienes ahora dieciséis –había empezado a los trece años–, ya tienes dieciséis años, ¿y no sería mejor que aprovechases la cosa de una carrerita corta, para ganarte la vida bastante…?; porque es para nosotros difícil mandarte a una universidad y que puedas estudiar y tal…». Yo entonces le había dicho a mi padre: «Bueno yo lo que haré, para no ser carga para la familia y tal, voy a terminar el bachillerato primero». Y metí todas las asignaturas de cuarto, quinto y sexto de un golpe. Ése fue factor determinante, quizá: un poco de asombro por parte de los profesores, el factor determinante de esa actitud del Claustro, porque me dieron sobresaliente y matrícula de honor en todas las asignaturas. Era una cosa inusitada, para mí extraña; yo no esperaba eso, yo no tenía la menor experiencia que pudieran considerarme de esta manera o de otra. Pero me encuentro con el hecho de que tengo abiertas las puertas ahora para hacer lo que me parezca y estudiar lo que quiera, ¿eh? Naturalmente, yo no podría ayudar a mi familia, pero podría abrirme…, si prescindían de mí como causa de ayuda familiar, podría hacer lo que quisiera. Entonces decidí ir a Granada; podía haberme quedado en Madrid. Fui a Madrid y aquello me asustó: un chico pueblerino en una gran ciudad, solo allí, y me asusté. Y como mi padre era originalmente de Granada, yo dije: «¿Y por qué no voy allí?; tengo familia allí, me voy a ir a Granada». Y fui a Granada. Entonces: ¿qué hago ahora y qué estudio? Primera decisión: no sabía qué hacer. Todavía no tenía la beca, no sabía qué hacer y decidí matricularme en Medicina y, a la vez, me matriculé en el año común de Derecho y Filosofía y Letras. Durante seis o siete meses asistí a las clases de Medicina y a las clases de Filosofía y Letras. La Medicina me horrorizó muy pronto. No podía aguantar aquella cosa, con varias experiencias de amigos que estaban ya en Medicina y no estaba dispuesto, y abandoné la cosa de Medicina y me consagré al año común. Pero todavía no sabía si hacer Filosofía y Letras o hacer Derecho; estaba dudando. Pero me encontré con una Facultad de Filosofía y Letras que era excepcional. Era excepcional y entonces dije: «me meto en esto». Y empecé a estudiar Historia del Arte, y empecé a estudiar Introducción a la Literatura y todas estas cosas, Filosofía y Letras. Me sentía a gusto con los estudios, y empecé a estudiar árabe en el segundo o tercer año, y hebreo. Todo esto era un mundo totalmente ajeno y extraño para mí, pero lo hacía con entusiasmo y con gusto; aquello me asombraba, todo lo que era novedoso e importante, me asombraba y, a la vez, me creaba un cierto complejo de inferioridad. Yo decía: «Bueno, esta gente sabe tanto, estos profesores tan sabios, ¿qué hago aquí, qué voy hacer yo con esto...?». Además yo…, era absurdo, yo no era hijo de familia rica, era absurdo dedicarme a una profesión en la que no había futuro ni porvenir. Pero yo dije: «Adelante con esto». Y me pasé los seis o siete primeros meses dudando: ¿qué hago, qué no hago, a qué me dedico, a qué no me dedico? Desde muchacho fui muy aficionado a la lectura, leía muchísimo, leía novelas, leía cosas que caían en mis manos: mi padre tenía una pequeña biblioteca, y me la leí toda, me la leí toda. De modo que aquello parecía que entraba un poco en mis verdaderas inquietudes, pero no había decidido todavía dedicarme a eso, porque no sabía exactamente si eso era lo que yo debía hacer. Mi beca no me la habían pagado. Entonces, otra vez interviene una especie de hado, o destino, o casualidad. Daba la casualidad que el rector de la Universidad era gallego. Se llamaba don Alejandro Otero, que luego fue un hombre prominente en el socialismo español, hombre ejemplar en muchos sentidos. No hace mucho salió aquí en España una biografía de Alejandro Otero, porque no se le conocía, naturalmente: cuarenta años de silencio, no se le conocía. Y me fui a ver a don Alejandro, y le dije: «Mire usted, don Alejandro…». Me recibió en seguida, como gallego; era el único estudiante gallego que había en la Universidad, no había ningún estudiante gallego más que yo; lo que, por otra parte, fue otra experiencia, los andaluces se reían de mí, y se reían de mi acento; era una especie de ameba en aquel ambiente. Don Alejandro me recibió muy cordialmente, le expliqué la situación y entonces me dijo: «Mira, vete, vete ahora, que ya me ocuparé de esto». Luego me enteré que al día siguiente había cogido su auto y había ido a Madrid al Ministerio y volvió y me mandó una notita a la Facultad diciendo –me la dio el bedel–, una notita diciendo que mi asunto estaba resuelto y que recibiría mi primer sueldo a fines de mes. En efecto. Pero yo voy a ver a don Alejandro a darle las gracias, como es natural. Subo, pido una cita para verle y llego al despacho de él, a la antesala, y uno de los empleados, uno de los bedeles que había allí me dice: «Don Alejandro no quiere verte: que te vayas, porque no tienes nada que agradecerle, que te vayas». Y yo, un poco desconcertado con aquella cosa, no estaba acostumbrado a esto. Me salí de allí: «¿Qué clase de hombre es éste que después de que se molesta, hace todo esto, pues no quiere que le dé las gracias...?». Ésa fue mi primera introducción a un hombre que era socialista, y que era gallego, y que era un hombre ejemplar y admirado en la ciudad, porque era un hombre admirable. Este hombre tenía la mejor clínica de ginecología de España, era el mejor ginecólogo de España, era conocido en el extranjero, escribía en alemán ensayos y en revistas científicas, y al mismo tiempo era un hombre consagrado a la política y al socialismo. Don Fernando de los Ríos (ya estábamos en el primer año de la República), don Fernando de los Ríos, que era el teórico del socialismo y tal, ya se había trasladado a Madrid, porque le habían hecho Ministro de Instrucción Pública. Pero inmediatamente yo conocí (por estas conexiones de don Alejandro, y ya te explicaré por qué), conocí a la familia de Fernando de los Ríos, conocí a la familia de Lorca, en el ambiente granadino, me traté con todos ellos y fue poco a poco abriéndose mi inquietud hacia el terreno político, por simpatía hacia estos hombres, más que por convicciones: yo no tenía ninguna convicción política, excepto que ya de estudiante… Había en Ferrol el Centro Obrero de Cultura, era un caso único en España, probablemente. Eran obreros de la construcción, todos socialistas también, y en la calle Real, frente a lo que era la redacción de El Correo Gallego; en un primer piso tenían una biblioteca, una biblioteca de varios miles de volúmenes, un bibliotecario ejemplar, y cuando yo salía por la tarde de las permanencias en el Instituto –permanencias se llamaba entonces al periodo de estudios, en que los estudiantes se quedaban en un aula grande con un profesor que se encargaba de dilucidar sus dudas o preguntas o tal; se pagaba por eso extra. Y eso terminaba a las cinco de la tarde. Entonces yo me hice socio, tampoco sé por qué, me hice socio del Centro Obrero de Cultura e iba todas las tardes a leer al Centro Obrero de Cultura. Y allí el bibliotecario, que era muy inteligente…, este hombre me facilitaba instrucciones, introducciones. Y allí leí a Kropotkín, primero a los anarquistas, a Bakunín. Pero yo no sabía por qué esto, ni tenía la menor idea de por qué me atraían estas cosas, no lo sabía. Y allí me formé un poco. La conciencia política ya se inició entonces allí, y en Granada se va a cuajar en contacto con Alejandro Otero y con las lecciones de Fernando de los Ríos, cuyo recuerdo era…; y, además, en la Unión General de Trabajadores y todas estas cosas. Sigo estudiando, me matriculo en el segundo año y hasta ahora tengo todos mis estudios… Una de las condiciones de esa beca extraordinaria que me dio el Gobierno –y era extraordinaria en cantidad y en posibilidad, yo no tenía ningún apuro económico…

José Manuel González Herrán.- Había pocos estudiantes en España que disfrutasen de esa beca...

José Rubia Barcia.- Muy pocos. Y, además, todo el que disfrutara de esta beca, si alguien creía que podía desafiarle a un examen comparativo, podría hacerlo y se la llevaba el otro. De modo que yo estaba siempre sujeto a esto. Fuimos alumnos superdotados en Granada, durante mi estancia, yo y un padre que ahora es jesuita, padre Molero, creo que es Francisco Molero, vive todavía. Él se había graduado de médico a los veintiún años y empezó Filosofía y Letras a los veintiún años. Luego él y yo fuimos a Santander juntos; como alumnos especiales nos mandó también la Universidad a Santander. Pues en ese periodo, ya yo metido un poco en la cosa política, y metido en mis estudios…, no hay escuela de estudios árabes en Granada todavía, eso no existe. Pero el decano era un hombre extraordinario, se llamaba Antonio Gallego Burín, padre de Gallego Morell, un hombre extraordinario, de sensibilidad, de buen gusto, era una especie de noble, con actitudes de gentleman; yo no sabía entonces lo que era un noble, parece que era Barón de no sé qué, yo no lo sabía, ni él me dio nunca la impresión de eso. Pero este hombre fue el primer español que intentó crear, y creó, un teatro universitario; no había teatros universitarios, él creó el primero. Esto fue antes de la Primera Guerra Mundial cuando él crea este teatro. En este teatro estuvo de actor García Lorca, y es donde García Lorca se forma como actor y se interesa por el teatro. Él había creado un teatro que llamaba «La Carreta». Ese teatro contaba con la colaboración de un gran escenógrafo llamado Hermenegildo Lanz: este gran escenógrafo montaba los autos sacramentales con un esplendor y con una imaginación extraordinaria, yo tengo documentos gráficos de todas estas cosas del teatro «La Carreta»: El gran teatro del mundo, por ejemplo, con la presencia de Dios y tal, aparecía en un escenario todo, todo como si pasara en el firmamento, es decir, con estrellas, no se veía ni piso ni…, era todo en el firmamento. Era un alarde de imaginación y tenía una habilidad extraordinaria para hacer actores. Yo, de chico, aquí en Mugardos había un oficial del ejército, se llamaba Lisardo; hubo un teatro infantil aquí, y yo fui actor infantil del teatro de Lisardo. Representé, recuerdo, un notario con barbas y bigotes cuando tenía diez años, para Lisardo, aquí. De modo que mi inquietud por el teatro también surge así porque hay un señor aquí que se llama Lisardo, que es oficial del ejército y que se interesa en hacer teatro…

José Manuel González Herrán.- Parece como que en Granada cristalizan un montón de cosas que vienen ya de atrás.

José Rubia Barcia.- Claro, que vienen de atrás. Entonces llego a Granada y va a celebrarse el centenario de Lope de Vega, el año treinta y cuatro. Yo estoy avanzando en la carrera, se produce al mismo tiempo la cosa de Asturias, y yo al mismo tiempo hice una excursión por Extremadura: esto me afectó muchísimo. Una excursión estudiantil por Extremadura, y vi cómo los trabajadores, aun en plena República, los trabajadores campesinos extremeños ganaban entonces 1,50 pesetas al día, los que trabajaban los campos.

José Manuel González Herrán.- Jornaleros.

José Rubia Barcia.- Jornaleros en los latifundios; y todas las bellotas que dejaban las piaras de marranos, al pasar podían recogerlas, ellos podían hacer pan de bellota, lo que quisieran. A mí aquello me impresionó muchísimo, la miseria humana me afectó mucho. Confirmaba ya un poco mis tendencias a pensar en términos de redención de la gente pobre, de dedicarme, si podía, a la política, para salvar a esa gente. El caso es que se produce, casi simultáneamente, el centenario de Lope y lo que llamaron –el régimen llamó– la sublevación de Asturias, Casas Viejas y la creación de la Escuela de Estudios Árabes. Tres hechos casi simultáneos; y desde el treinta y tres al treinta y cuatro empezó después lo que se llamó «el Bienio Negro». Entonces todas estas cosas de alguna manera me afectaron y ya me consideraban…, don Alejandro, yo iba con él a la Casa del Pueblo algunas veces. Cuando el año treinta y cuatro vine aquí a Galicia a pasar el verano, recibí una nota de que pasara por la sede del Partido Socialista en Madrid y que tenían algo para mí. Yo fui allá y entonces había un señor, que era el secretario, que se llamaba Almoneda o Lemoneda..., o cosa así; y allí me dieron una nota para don Alejandro. Don Alejandro sugirió mi nombre como contacto probablemente, o algo. Era una nota…; pero había una huelga anarquista en Madrid, con tiroteos en las calles: el tren en el que yo me subí, paralizado, no podía salir de la estación; por fin arranca el tren entre tiroteos y jaleos, y huelga general de la CNT… Era en simpatía, en parte, con la cosa de Asturias; falló, se había preparado una huelga general en el país, como protesta a la actitud de las derechas. En medio de esta vuelta me meto en el tren y entre tiros y tal, llego a Granada y digo: «Esto es muy peligroso», porque estaba ya todo así…; rompí la nota y al llegar a Granada me entero que don Alejandro está en la cárcel, estaba ya encarcelado. A mí me parecía tan absurdo que un hombre noble, bueno, generoso, abierto, inteligente, fuera a la cárcel; para mí esto era incomprensible, en una mentalidad juvenil y tal, y me detiene la policía (mi primer contacto con la policía), diciéndome que a qué iba yo a Granada, y qué misión tenía yo en Granada: «Yo soy estudiante aquí, vengo a continuar mis clases y tal». De alguna manera a ellos les había llegado algo de información, pero me dejaron. Entonces fui a ver a don Alejandro, que estaba en la cárcel. Había una celda común y en esta celda había cuarenta o cincuenta presos y allí estaba don Alejandro entre los presos. Cuando me vio me dijo: «Hijo mío..., pero hombre, tú ahí..., tú eras el que debía estar aquí, para que aprendieras lo que es esto...». Todo ese tipo de experiencias me afectaba, no entendía por qué las cosas eran así. Pero él sabía lo que decía probablemente, y me dio las gracias por el mensaje que le llevaba; no se podía hacer nada, estaba incomunicado, le habían ofrecido la libertad si accedía a atender a la mujer del gobernador, que iba a dar a luz, y él dijo que no, que todas las mujeres eran para él iguales y que si se le dejaba en libertad era para atender a todas las mujeres y que si no… Muchas de estas cosas son anécdotas...

José Manuel González Herrán.- Pero tienen importancia, van configurando el porqué de una personalidad…

José Rubia Barcia.- El caso es que yo no tenía especial predilección por los estudios de ninguna clase, me encontraba con cosas que no conocía y me entregaba a eso. Quizá sea bueno que diga algo muy curioso en relación con el efecto que me produjo tanta sabiduría acumulada. Estaba en arte Gallego Burín, estaba en latín…, no, ¿en qué era, qué enseñaba?, enseñaba paleografía Marín Ocete, que después fue decano y rector, también; un latinista catalán muy bruto, muy bruto como persona, pero un gran latinista…; se llamaba…, no recuerdo…: a éste procuré olvidarlo por un incidente que pasa en una de las clases con él; y estaba García Gómez como arabista; y de griego un catalán…, se me olvidó el nombre del catalán, muy bueno, helenista también; y en literatura había un pobre hombre que se llamaba Hernández Redondo. No sabría por qué aquel hombre era catedrático, pero para mí fue utilísimo; fue el único catedrático que me creó un complejo de normalidad, porque era tan tonto y tan poca cosa que no era difícil sentir que uno podía ser como él, de modo que fue beneficioso: don Tomás Hernández Redondo. Había (esto no se puede citar), había hecho un resumen del manual de Hurtado…

José Manuel González Herrán.- ¡Ah, el famoso Hurtado...!

José Rubia Barcia.- Y el hombre se sentaba detrás del escritorio, entornaba los ojos, se rascaba la entrepierna veinte veces y hablaba con voz monótona, de memoria, se podía seguir en el texto la lección del día de memoria. Lo sabía todo de memoria, lo recitaba de memoria, terminaba la cosa y se marchaba. Y aquel hombre…, pues me dije: «Pues si éste es catedrático de literatura, y de esta manera, yo jamás podré ser un sabio como García Gómez, ni un latinista como éste, ni un helenista como éste, ni un especialista en paleografía como este otro, este hombre…; pero quizás yo pueda llegar a ser algo en relación con la literatura». Es el primer atisbo que me da cierto optimismo en relación con un posible futuro, pero no tenía la menor idea de que esto podría ser una salida. Pero en esos momentos, año treinta y tres, Fernando de los Ríos decide crear la Escuela de Estudios Árabes. Yo había estudiado ya mi primer año de árabe en la Facultad. No se me había ocurrido hacer estudios orientales. Pero aquello me fascinaba, el mundo oriental me fascinaba, y hablando con Gallego Burín le dije: «¿Y si yo me matriculase en esta cosa de la Escuela de Estudios Árabes?». «No, no te preocupes, te damos una beca extra para que estudies lo que quieras...». Entonces dije: «Bueno, pues me meteré en eso, a ver qué pasa». Estaba fascinado con la sabiduría de García Gómez y, además, era un gran exponente. No sólo era un gran exponente, sino que hablaba con seguridad, sabía lo que decía y tal, era quizás el miembro más destacado. Se crea la Escuela y se crea por iniciativa de Fernando de los Ríos. Pero claro, a mí García Gómez como latinista no me miraba con simpatía, porque para entonces ya yo había ingresado en la FUE, que era la Federación Universitaria Escolar, de izquierdas, y me hacen presidente de la FUE en Granada, al segundo o tercer año de estar yo allí. Entonces ya, con un hermano de Rosales, el que fue poeta; él y yo decidimos hacer una revista, hicimos una revista que se llamaba Estudiante, que era el órgano de la FUE; además me eligen como representante en el Claustro. Violentísimo, figúrate tú: pueblerino, mugardés y tal, y ahora me mandan al Claustro de representante, con todas las reuniones de Claustro, y yo allí encogido e inhibido por la presencia de aquellos hombres que había allí. Pero allá voy, me eligen representante en el Claustro, y al mismo tiempo empiezo a participar en mítines políticos. De modo que mi vida se complica; ya escribo para las revistas, escribo para esto y tal; luego se organiza un viaje por el norte de África, voy con los del colegio de Estudios Árabes al norte de África y empiezo a colaborar en El Defensor de Granada, que es el periódico donde empezó Ganivet. Al director de ese periódico fue uno de los hombres a quien primero se fusila en Granada; no sólo se le fusila, sino que se lo llevaron vivo, atado con una cuerda al cuello hasta el cementerio y se le mata. Yo asistía a la tertulia de El Defensor, y asistía a la tertulia de un señor que se llamaba Soriano Lapesa, que era un hombre extraordinario, rarísimo, rarísimo, gordo como un globo y un hombre tan avanzado…; también había sido maestro de Lorca, tenía una biblioteca mucho mejor que la de la Facultad y la de la Universidad, hombre muy rico, hombre gordo, que en su tertulia a veces decía: «No, vosotros nada, cuando yo me case tendréis mujer todos…» [risas]. Para mí aquello era un mundo muy extraño, muy raro, y en ese mundo fui desenvolviéndome… Ingreso en la Escuela de Estudios Árabes y, al mismo tiempo, voy a la Escuela de Artes y Oficios, con un profesor extraordinario de arte, de Historia del Arte; el arte empezaba a interesarme muchísimo, yo no había visto un cuadro original en mi vida, pero empezaba a interesarme muchísimo. Se llamaba Agrasot, un gran exponente, teórico del arte. Y todo aquel ambiente…; luego venía Lorca, en los veranos venía a Granada, y se reunía con un grupo de amigos en el Café de la Alameda..., y allá me iba yo también a la peña de Lorca, y allí conocí personalmente a Lorca, tuve trato con Lorca. Mientras tanto se organiza el centenario de Lope, era el año treinta y cuatro, y Gallego Burín reinicia «La Carreta»: reinicia «La Carreta» y prepara una obra, La moza de cántaro, de Lope, y un auto sacramental…, sí, era un auto sacramental. En la obra de Lope me da un papel secundario, pero en el auto sacramental me hace representar a San José. Y yo voy a representar a San José, esto en uno de los patios de la Universidad; se pone el tinglado y tal, con música de fondo de Falla, coros del jefe de coros de la catedral de Granada. Se hizo un gran espectáculo en honor a Lope. Es mi primera salida al teatro, ya a un teatro serio y aquí tiene un gran éxito. De hecho, en El Ideal de Granada (se llamaba así el periódico católico que había en Granada) salió mi fotografía en primera plana, ocupando toda la primera plana, como San José, una caracterización imponente de San José. Y se habló de mí como hombre posible de teatro, de actor, de lo que fuera… Pero a mí aquello me interesaba secundariamente. El año treinta y cinco yo termino mis estudios de Filosofía, me dan el Premio Extraordinario. Quizás deba contar como conciencia social, en el desarrollo de conciencia social, una pequeña anécdota. Un buen día el profesor catalán, que tenía pruritos de aristócrata y de hombre refinado (luego me enteré de que no era tal), pero él se creía una gran persona; era un gran latinista, por otra parte. Este hombre…, entramos en el aula y este hombre…: mi primer contacto con la injusticia y la arbitrariedad es este hombre. Entramos en el aula, y el bedel se había dejado su gorra en uno de los pupitres de los estudiantes, allí, y dirigiéndose a mí me dice: «Señor Rubia, coja usted esa gorra; pero no la coja con las manos, coja un periódico, una página o lo que sea y lo tira usted abajo al patio». Y yo le dije: «Mire usted, la tira usted», le dije al latinista, y se armó el escándalo, ¡verdad!, y todo el mundo sobrecogido. Y me dice: «¡Se arrepentirá usted de esto!». Yo no podía hacer eso; espontáneamente rechacé la sugerencia y le dije que lo tirara él. Y entonces me denunció por mal educado, por falta de respeto al profesor; y me iban a hacer consejo de disciplina también. Bueno, pues yo me dije: «Bueno, yo voy a ver al decano, a Gallego Burín, y le voy explicar lo que ha pasado»; fue un impulso, me pareció arbitraria la cosa y reaccioné espontáneamente. Gallego Burín me dijo: «Hombre, pues esto…, pues tal…, él se ha quejado, yo no sé lo que vamos a hacer con usted…, tal…, pero a ver cómo se arregla y tal…, deje la cosa así». Pero entonces yo tuve una pillería, que fue elegir entre mis compañeros al más torpe… A los cuatro o cinco días de ese incidente teníamos clase de traducción; él se paseaba por la clase mientras íbamos traduciendo un párrafo…; él preguntaba: «Lea usted». Usábamos como libro de texto el Zenón [?] no sé si todavía se usa ese texto… Era un texto muy famoso, italiano, y traducíamos y tal. Cuando llegaba a mí, a partir de ese incidente, «pero usted no tiene la menor idea, eso está mal y tal…»; y se metía conmigo evidentemente. Bueno, pues vamos a ver qué hago yo aquí para defenderme de este señor; además corría el riesgo de mi beca.

José Manuel González Herrán.- Claro…

José Rubia Barcia.- Entonces lo que hice fue elegir a un catetito de un pueblo de Granada: el pobre no valía para nada, no tenía inteligencia para ser estudiante siquiera, y yo le preparaba a él todos los temas, y él tenía mis temas, y cuando le tocaba a él el profesor decía: «Muy bien, eso está muy bien…», le animaba y tal. Llegaba a mí y estaba muy mal, muy mal, muy mal. Llegué al final del curso y el señor me suspende. Entonces yo voy a junto el decano de nuevo y le dije: «Mire usted, tengo la autorización de la persona, pero no pienso mencionar el nombre; si usted me cree, me cree, y si no, pues…, pero ha sucedido esto, esto y esto; y en las clases ha pasado esto y esto; y este chico, no me importa si es el chico de un señor rico, no me importa el que yo dé su nombre o no dé su nombre, no voy a darlo a menos que sea necesario, y desde ahora le digo que esto ha pasado y este señor me ha suspendido, y esto me afecta y me afecta gravemente». Entonces reunió el Claustro o lo que fuera, no sé lo que pasó, el caso es que cambiaron la nota de suspenso a notable. Y es el único notable que tengo en mi carrera, todos los demás han sido sobresalientes y matrículas do honor, desde el principio de mi carrera hasta el final de mi carrera. Pero ese incidente me puso en contacto con la arbitrariedad, la injusticia, el que un hombre puede saber mucho y a la vez ser un grosero, un necio. De modo que son anécdotas, cosas que van formándole a uno de cierta manera. Funda don Fernando la Escuela de Estudios Árabes y yo soy el primero que se matricula, por indicación de este hombre que iba enseñar arte musulmán. Y entro en la clase, alterno una cosa con la otra. Año treinta y cinco: termino mis estudios normales, me dan el Premio Extraordinario en la Licenciatura, en los exámenes de Licenciatura, y me ofrecen… La República había creado Institutos de experimentación: eran Institutos, pero se permitía experimentar; entre ellos estaba el Instituto Ganivet de Granada. En el Instituto Ganivet de Granada la cátedra de latín la regentaba un muchacho de origen gallego que se fue luego a Venezuela, y… ¿cómo se llamaba este hombre, Magariños? Fue latinista conocido en Venezuela, y quizás en España también. Pero este hombre se marchó, la cátedra estaba vacante y entonces el director, que se llamaba Aniceto León Garre, que era el presidente de Izquierda Republicana en Granada, era murciano, me llama y me dice: «Me han hablado de ti... ¿Querías encargarte del curso de latín?». Bueno, pues me encargo del curso de latín. Y ese año, del treinta y cinco al treinta y seis fui profesor de latín en el Ganivet. Ya licenciado, yo me había venido ese verano aquí, a Galicia. No sabía qué hacer. Y fue el día más triste de mi vida el día que me licencié, que acabé la carrera. Porque ahora… ¿qué hago yo con esto, que hago con esto? Me vine a Galicia, y estando aquí en Galicia recibo un telegrama de Gallego Burín, me dice: «Tu beca en la Escuela continúa y el Claustro ha decidido encargarte de curso en la Facultad y que enseñes un curso de poesía desde el romanticismo a nuestros días». Pues aquello me solucionó, otra vez, un año más. Ya no tenía la beca para los estudios y entre la cátedra de latín del Instituto, provisional, y del curso y tal, me defendía ese año. Y me fui a Granada. Antes habíamos hecho una excursión por Marruecos; me puse en contacto con un alumno marroquí, y ya tuve problemas con las autoridades también, por la serie de artículos que escribí en El Defensor de Granada: algunos eran ofensivos para las autoridades francesas y para las autoridades españolas. Eso me provocó un pequeño conflicto en Casablanca. Pero de todas maneras terminé la cosa y, ¡ah!, empecé a trabajar en mi tesis doctoral. Por sugerencia de García Gómez yo iba a hacer la edición crítica de El diván, de Isaac ben Jalfón, un poeta del siglo XI, de Córdoba; hice la traducción y estaba trabajando en mi tesis desde el año treinta y cuatro. Cuando el año treinta y seis yo firmo la petición para participar en oposiciones en Madrid, oposiciones a cátedra de literatura. Firmo esta cosa…

José Manuel González Herrán.- ¿De literatura?

José Rubia Barcia.- De literatura. Pero tengo pendiente de lectura para octubre la tesis en Madrid, con García Gómez. García Gómez me había dicho que, a pesar de la discrepancia… No me tenía simpatía por mis ideas políticas: él era muy derechista, era muy católico y yo ya tenía fama de revolucionario, participaba en actividades de este tipo; participé… Un año antes de la sublevación general hubo una pequeña sublevación en Granada, participé en un mitin de masas en la plaza de toros, y se produjo un gran escándalo con todo aquello. Yo estaba muy activo con todo aquello. Alejandro Otero me encargó a mí entonces que yo llamara a los conventos y tal, para que las monjas evacuaran los conventos, porque temían que las masas…, y yo estuve en el teléfono toda una tarde llamando a conventos y tal. De modo que ya había una mezcla de actividad, y todo eso era un batiburrillo, una especie de cóctel, que yo no sabía por dónde iba a ir todavía, si al arabismo (la tesis iba a ser en árabe)… García Gómez me dijo: «Si usted lee la tesis ya, y yo me traslado a Madrid, yo le llevo de ayudante mío». Lo nombran a él en Madrid, en el año treinta y cinco, se va a Madrid y me deja embarcado allí, no se acuerda de mí, y entonces ya lo del arabismo…, esperaba leer mi tesis y quedarme en el aire. Pero estalla la guerra.

Descrición:
José Rubia Barcia foi profesor e crítico literario. Nacido en Mugardos, cursou os seus estudos universitarios e pasou a Guerra Civil en Granada e acabou facendo os traballos máis diversos nos seus longos anos de exilio, como guionista e dobrador de cine con Luis Buñuel e, finalmente, como profesor na UCLA. Viu publicados algúns dos seus libros grazas ao mecenado de persoas como Isaac Díaz Pardo.
Este ficheiro sonoro é parte da longa entrevista que o profesor J. M. González Herrán lle fixo no verán de 1985 e que ben pode considerarse unha «autobiografía» autorizada de Rubia Barcia.

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